miércoles, 12 de noviembre de 2008

Mis viajes a Zambia: capítulo III

Poco después del desayuno, comenzaron las maniobras de aproximación al aeropuerto de Johannesburgo. Ya en tierra enseguida buscamos la puerta de embarque. Una vez resuelto este requisito, nos pareció lo mejor buscar un lugar estratégicamente cerca para esperar allí el momento de salir hacia Lusaka. Ocupamos un banco al final de un pasillo repleto de tiendas y justo frente a los servicios. Imelda y yo dimos un paseo hasta el final del recinto. Los precios tenían una “R” al lado. Más tarde me enteré de que era la abreviatura del “rand” la moneda del país. Un euro equivale a siete rands. Los comercios me recordaban un safari, era como estar viviendo una aventura. Por fin en la pantalla apareció nuestro vuelo. Era un avión pequeño, de las African Airlines. Todas las azafatas eran de color, guapas y sonrientes. Nos sirvieron una especia de hamburguesa con queso y mostaza, así que ni la probé. Tomé un té y un botellín de agua.
Después de algo más de una hora de vuelo supuse que sobrevolábamos Zambia. Se veían grandes zonas verdes y unas líneas muy rectas que seguro eran carreteras: como si se hubieran trazado con tiralíneas. Este último vuelo se hizo muy corto. Habían transcurrido más de veinticuatro horas de nuestra partida. Aún tuvimos que hacer gala de paciencia y guardar cola para mostrar y pagar los veinticinco dólares del visado. Y allí tuvimos la sorpresa de conversar con una señora en español. Era chilena y había venido a Lusaka a un congreso. En la cinta de equipajes no veíamos nuestras maletas. Un muchacho nos indicó una ventanilla al fondo para hacer la reclamación. A la izquierda estaban las puertas de salida, desde allí enseguida vi a mi amigo que nos hacia señas. Mauro intentaba hacerse entender con la señorita de la ventanilla, mientras tanto yo le indiqué al muchacho de antes, que un amigo nos esperaba fuera, que el hablaba bien inglés. Se acercó conmigo a la puerta, habló con los guardias y pudo entrar JM. Tras una larga conversación nos enteramos que nuestro equipaje se quedó en Londres y que no llegarían a Lusaka hasta el jueves. No quedaba más remedio que esperar dos días en la capital. Al salir fuera nos inundó el sol tropical y nos dimos cuenta de que estábamos en Zambia, en el corazón del África negra. Nada podría hacernos sospechar que era un país africano, salvo que empecé a encontrarme raro, como una partícula de polvo en una taza de chocolate. En el aparcamiento, por primera vez vi de cerca el famoso todo-terreno de JM, que conocía por fotos, con su inconfundible cubierta roja, sobre carrocería blanca. Era fácil localizarlo en un aparcamiento. Cargamos el equipaje de mano y JM nos llevó a nuestro alojamiento. Cruzamos toda la ciudad. Edificios bajo, la mayoría, muchos vendedores en los cruces. Ofrecían de todo: juguetes, mapas, cuadros, lámparas, frutas, patatas, periódicos, libros, paraguas. En el centro algún edificio más a la europea y en las afueras, carreteras destartaladas, sin aceras, pero sobre todo gente caminando. Me pareció, que de pronto habíamos retrocedido cincuenta años. Tras una media hora de recorrido, JM detuvo el coche ante una puerta grande de hierro. Tocó la bocina y enseguida abrieron la puerta, para adentrarnos en una buena finca con una edificación al fondo. Como casi todas las casas en Lusaka, era de planta baja, con tejado de uralita, construcción alargada en forma de T, un pasillo con habitaciones a un lado y al fondo, en la sección horizontal, la cocina, el comedor en el centro y un gran salón al otro lado. JM tenía su habitación al principio, Mauro y yo compartimos una inmensa alcoba con tres camas y baño y las chicas en otra más pequeña, sin servicio. Claro que el nuestro estaba inundado. Acomodamos nuestras cosas y JM nos llevó al centro para encontrarnos con una monja que ya estuviera en Vigo. Fue una gran alegría volver a verla. Le di las fotos de cuando estuvo y se rió un montón al verse.
JM nos llevó al Irish Pub, una especie de restaurante y bar, al más puro estilo irlandés, aunque nuestro amigo nos dijo que el dueño era griego. Me tomé una cerveza zambiana. La temperatura era excelente. Acompañamos a la monja a su hogar. Todas sus compañeras abrían sus bocas en una sonrisa enorme al saludarnos. La construcción del mismo estilo, planta baja y de mucha extensión. Allí el terreno no resultaba caro al parecer. Tomamos algunas fotos en el jardín, y regresamos al centro. Aún nos dio tiempo a dar una vuelta por los centros comerciales antes de ir a cenar. Los establecimientos eran iguales que los de cualquier ciudad nuestra, las mismas marcas y productos, pero en general, más caros. Enseguida nos habituamos a ver los precios en kwachas y convertirlas a euros. El cambio estaba a unas cuatro mil k. por euro. La tarde se fue casi de repente. Anochecía muy temprano.
Sentí hambre: en mi estómago no había entrado más que aquel pollo en el vuelo de Londres a Johannesburgo. JM Nos llevó a cenar al Irish pub. Me recomendó un chuletón a la brasa. Imelda y Marietta pidieron costilletas de cordero, Mauro y él de cerdo. La carne era excelente. Nada más terminar nos fuimos a la “Guesthouse”. Ver la tele, un poco de charla y a dormir. Ya en el dormitorio, Mauro se puso el mosquitero, yo no. Tardé en dormir. Me resbalaban las gotas de sudar y sentía picor por todas partes, cualquier ruido me sobresaltaba. Pero finalmente el cansancio me rindió y quedé dormido por primera vez en Zambia, a nueve mil kilómetros de casa.

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