martes, 18 de noviembre de 2008

Mis viajes a Zambia: capítulo IX

Lunes, 13 febrero 2006.
Me levanto a las cinco. Después de asearme y vestirme puedo oír a Imelda que se está duchando. Todavía falta un buen rato para el desayuno y ocupo el tiempo escribir. Internet no funciona, esto es frecuente. No recibí contestación de casa, así que no se si ha leído mis correos. Espero verlo en Lusaka. El cielo está despejado, hará calor. Desayunamos la dieta ordinaria: pan, mantequilla de cacahuete, mermelada de guayaba, cacao con agua y una gota de leche. Imelda le arregla las uñas de los pies al compañero de JM. Mauro no se donde está, Marietta lee “El ciervo” y yo sigo escribiendo. Mi pensamiento vuela a Puenteareas, al verano, a los días largos, al calor. Me imagino a los niños de aquí correteando por la finca, descalzos; seguro que mi hierba silvestre les parecería una alfombra de seda. ¡Qué estupendo tenerlos allí de vacaciones! Pero ¿sería bueno para ellos? Conocer algo y no volver a disfrutarlo.
Aquí la vida, aunque a ritmo lento, también se desliza entre los dedos. Si yo hubiera conocido esto con menos años, pero no puedo retroceder en el tiempo. Lo que ya se ha vivido, se ha gastado y solo nos queda gastar mejor lo que resta. Este es el capital del que todos disponemos: el presente. Gastar cada momento del mejor modo posible, hacer feliz a alguien, ese es el banco que mejor interés nos da. Este niño que está enfermo, Mutare, tiene hipotecada la existencia, limitada a unos pocos años y nosotros vivimos con una esperanza ilimitada. Me hubiera gustado que mi esposa estuviera aquí, pasear con ella, sentir su mirada sobre estos niños, ver su sonrisa tan llena de bondad, derramada sobre estas pieles morenas que reciben el cariño con avidez insaciable. Son ingenuos, me dice JM, se lo creen todo. Y pienso si esa no es la mejor forma de vivir, si la confianza no es generadora de un bienestar de otro modo inalcanzable. Creer en el otro es sentirse seguro y si alguna persona pierde la confianza en nosotros ¿cómo podrá recobrarla?
Hay experiencias en la vida que regeneran y está pienso que es una de ellas. El camino recorrido hasta aquí con baches y tropiezos forma una experiencia enriquecedora. No se puede renegar de la propia vida, porque somos como los caracoles, que construimos nuestra casa con todo lo que vivimos y hemos de llevarla a cuestas ¿Cómo conseguir que no pese? O bien la casa es ligera o el que la lleva es tan fuerte que no le supone un esfuerzo imposible y doloroso llevarla. Lo vivido no puede cambiarse, así que si la casa es pesada, no queda otro remedio que ponerse en forma para transportarla sin sucumbir bajo su peso. La mañana, esta mañana está formando parte de mi vida, pronto se convertirá en recuerdo, pero ahora que lo estoy viviendo he de poner todos los sentidos en tensión para no dejar de percibir cuanto acontece, para enriquecer precisamente esos recuerdos. Paciencia e impaciencia, todo a la vez. Paciencia para esperar que los acontecimientos se sucedan, sin pretender dominarlos. Impaciencia para no perder la oportunidad de enriquecer el presente con acciones que de no tenerlas hacen hueco, un vacío difícil de llenar.
Son las nueve, nos vamos con ChT, el compañero de JM. Nos lleva en su vehículo, un mitsubishi que no es suyo sino prestado. No tiene cubierta atrás y ahí van las chicas, tomando el sol. Mauro y yo vamos delante. Primero nos enseña el centro juvenil. Son dos edificios de ladrillos. Confeccionados con una máquina propia. El proyecto se llama Kadida y pretende que haya formación y ocio. ChT nos explica que son necesarios dos locales más para completar, cuyo coste está sobre los 4.000 euros. Nos muestra la máquina que hace los ladrillos. Es un armatoste en apariencia sencillo, pero el problema que tiene es que se necesita ser un experto en manejarla, eso añade el coste de un técnico para contratar la máquina, por lo que no resulta muy rentable. Desde allí, por una carretera de tierra, infame por las lluvias vamos a la guardería, constituida por dos casas. En una de ellas, en lo que sería el comedor, están los niños con la profesora, la otra es la vivienda de esta. Necesitan construir otro edificio porque pretenden que sea un centro de acogida diurno, con comedor. Los niños son huérfanos por el SIDA, su pizarra son las paredes. A la vuelta Mauro y yo subimos atrás. Se disfruta del aire libre, aunque es preciso sujetarse bien con una mano para no caer y con la otra evitar que el viento te lleve el gorro.
ChT nos lleva a ver la casa que está haciendo para su hijo adoptivo Marlon. Es hermosa y con una gran finca. Allí el terreo no se compra, se consigue una concesión por un largo periodo, que se puede prorrogar. Al regreso Mauro y yo fotografiamos el molino de la misión, una de las dos fuentes de ingresos de la misma, la otra es el autobús, porque allí, cada uno tiene que valerse por si mismo, no se reciben ayudas externas, cada misión, cada diócesis tiene que ser autosuficiente. Al poco rato es la comida. Después JM se queda dormido en el salón, Marietta lee, Imelda se va a la Kimsansha, Mauro mira las fotos de su cámara en la sala. Me entran unas ganas irresistibles de regalarme una siesta. Estoy un buen rato sobre la cama, hasta que JM nos avisa que a las tres y media subiremos la montaña que hay frente a la misión. Se llama Kamusongolwa.
Nada más salir a la carretera un camino recto llega hasta la base de nuestro objetivo. Nos acompañan dos nativos con machetes, porque dice JM que es posible que haya maleza por las lluvias, así que nuestra expedición es como un pequeño safari. Cerca ya del destino, nos desviamos por un camino estrecho entre maizales. Caminamos en fila india. El sol es fuerte. Comienza la pendiente. Ellos apuran y me cuesta aguantar el ritmo, me entra la fatiga, me falta aire. El último tramo es entre rocas. El pantalón se me pega a las piernas por el sudor. Los diez metros finales, casi verticales, se hacen interminables. Cuatro niños de la misión, que nos han seguido, llegan antes que nosotros y se mueren de risa con nuestras fatigas.
Desde la cumbre la vista es inmensa, el país es muy llano. Vemos perfectamente la misión desde allí y todo Kasempa. Apenas hay donde poner los pies en la roca. Marietta descansa bajo un paraguas de colores. Tomamos las fotos de rigor para el recuerdo. Luego la bajada es muy rápida. Cuando llegamos a casa estoy empapado en sudor. Es un alivio tomar una ducha caliente, la primera desde que estamos en Kasempa.
Marietta e Imelda arreglan los pantalones deportivos de JM, porque le quedan largos. Esperamos por el para cenar. Hay judías con huevos cocidos. Tras un poco de sobremesa, nos vamos a la cama: estamos agotados.

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