sábado, 15 de noviembre de 2008

Mis viajes a Zambia: capítulo VI

Sábado, 11 febrero 2006.

Me despierto antes de las cinco pero no salto de la cama hasta las y media. Me voy directamente a la ducha. El agua está fría. Imelda también se ha levantado y JM. Después de vestirme escribo un poco en el diario hasta el desayuno. Hoy vamos a ir a un poblado. Mi corazón palpita fuerte, porque al fin nos encontraremos con un lugar apartado, lejos de la civilización, en lo más profundo del rural africano. Cargo en la mochila la cámara de DVD además de la de fotos. Voy atrás, con Mauro. La carretera es un sendero ancho, de tierra, con unos desniveles impresionantes. Mi hernia se resiente, pero se soporta con otro talante el dolor cuando ves a la gente que camina, la mayoría descalzos. Muchos nos saludan al pasar. Lo peor de ir atrás es que no puedes escuchar las explicaciones que va dando JM.
Se tardan dos horas en llegar a Kaminzekenzeque, que es nuestro destino. El coche se detiene delante de la iglesia: un edificio rectangular, con ladrillos de barro y tejado de uralita, al más puro estilo zambiano. Enseguida nos rodean los niños, que brotan de todas partes, la mayoría descalzos, con la mirada sorprendida brillando es sus enormes ojos y sin dejar de mostrar dos hileras de dientes blanquísimos. Somos la novedad, lo exótico, ellos no están acostumbrados a ver más blancos que a JM cuando los visita, unas ocho o diez veces en el año. No da para más, hay que visitar sesenta poblados como este durante el año, algunos a mayor distancia todavía. Nos presenta al catequista, que se llama Kisambala; nos sonríe, extiende su mano y nos alegra poder saludarle en kaonde.
Comienza la divertida e interminable sesión de fotos, A los niños les fascina que su imagen quede captada en un pequeño aparato de metal, como un televisor miniatura. Posan sin parar, componen figuras muy graciosas, se colocan delante de la cámara y gritan: “Photo, photo, me”. Al mostrarles la imagen en la cámara, se ríen, gritan, hacen aspavientos y se vuelvo a poner para que le hagas otra. “Photo, photo, me”. Son incansables, como todos los niños.
JM nos muestra las construcciones típicas de un poblado: la Kimsasa, ya familiarizados con ella, porque es esa especie de choza redonda, cuyas paredes no se levantan más de un metro: lugar de reunión para charlar, para comer, para cantar; a pocos metros hay una especie de mesa no muy alta, para secar los cacharros de cocinas y otra más alta y alargada, para secar el maíz.
Llegan las mamás con sus bebés sujetos a la espalda o al pecho. Tenemos otra sesión de fotos. Todos quieren estar en primera fila. JM toma un bebé en su colo y luego me lo pasa a mi. Es precioso, vestido de rosa, un verdadero bombón. Las mujeres se ríen viendo lo bien que está el bebé en mis brazos. En mi recuerdo se almacena un verdadero álbum de sonrisas, ojos grandes, pies descalzos, bebés, sobre un fondo azul, marrón y verde.
Le pregunto a JM cuando comienza la celebración. “Cuando se reúna la gente”, me dice. A la puerta de la iglesia alguien toca un tambor llamando a la gente del poblado. La gente se prepara, viste sus mejores galas y acude a la llamada. Al cabo de un rato Kisambola nos indica que le sigamos. Junto a los muros de la iglesia, JM, sentado en una banqueta, confiesa a una joven. Hay una larga fila detrás, la mayoría jóvenes. Es una bella estampa, el sacerdote revestido de blanco, con su estola, sentado en una rústica banqueta, y frente a él, de rodillas en el suelo, el penitente. Es la representación viva de la parábola del Hijo pródigo.
Guiados por el catequista entramos en la iglesia. Algunos bancos ya están ocupados por el coro, que ensaya los cantos y los niños, que están en todas partes. Los niños están en todas partes. Ensayan las canciones. Al hacer ademán de sentarnos en el último banco, el catequista nos hace seños: tenemos reservado un lugar junto al altar. Al caminar por el pasillo, bajo un tejado de uralita, por donde se filtran algunos rayos de sol, entre aquellos toscos bancos, donde se sientan los fieles, oyendo aquellas voces, una emoción fuerte se apodera de mi, el corazón me late con fuerza, los ojos me arden y tengo que hacer un gran esfuerzo mental para que las piernas me obedezcan y caminar hasta mi sitio.
En los primeros bancos, a la izquierda, está el coro, formado casi todo por mujeres, algunas con sus bebés. Un muchacho dirige. A la derecha están los niños y detrás ya siguen los demás. Nosotros cuatro, junto al altar, estamos a la vista de todos. Los instrumentos musicales son artesanales y forman un conjunto armónico con las voces que no solo es de gran calidad, sino que además lleva dentro de si esa fuerza que solo tiene quien siente y trasciende aquello que hace. Comienzo a grabar con la cámara. Tengo que controlar los sentimientos para hacerlo, porque quisiera disfrutar sin otra preocupación de esta experiencia me aporta, pero no puedo evitar responder a la necesidad que siento de comunicar a otros lo que veo y vivo, aunque ya desde ahora sepa que lo que recogerán las máquinas estará muy lejos de la realidad que experimentamos. Claro que, en el futuro, cada vez que vea las imágenes grabadas, mi corazón se acelerará con el recuerdo.
Aun transcurre más de media hora antes de iniciar la celebración. El recinto se ha llenado. Los niños ya no caben en los bancos y se desparraman por el suelo, la mayoría descalzos, unos con la ropa hecha jirones, otros con mejores ropas, alguno con el dedo en la boca y los mocos colgando. Una niña aparece embutida en un vaporoso modelito rosa, como arrancada de una ilustración de “la cabaña del tío Tom”.
Se inicia la procesión de entrada con un grupo de adolescentes que avanzan bailando, mientras el coro canta sin dejar de moverse al ritmo que marca la música y su director que baila con todo su cuerpo mientras dirige con los brazos. El cuerpo de baile avanza hasta el altar y allí se abre hacia los lados, sin cesar la danza. Detrás llega el grupo de mujeres, con blusas blancas y faldas hasta el suelo, adornadas con círculos azules, que llevan una inscripción en su contorno que dice “catholic women”. Comienza la celebración. Es una verdadera fiesta: música, cantos, bailes, lecturas, unción y sobre todo la comunidad que participa y vive este momento desde su propia identidad, uniéndose la cultura más primitiva de este pueblo con la liturgia de una celebración que no impone nada diferente a como ellos son. Aquí la realidad cultual se une magníficamente a la realidad cultural. Por eso, ellos y nosotros, tan diferentes, podemos celebrar lo mismo y en este momento nadie es extraño, cada uno de los presentes siente el cobijo de un hogar común.

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